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Furia creativa. Y Dios ordenó que fuese artista

Prólogo a Tejedora, una adaptación moderna del mito de Aracne en una Grecia alternativa de Nina Allan.

Una de las preguntas que más ha obsesionado a los filósofos, retóricos y críticos desde antaño y que sigue acaparando páginas de medios hoy en día consiste en saber si la literatura, y el arte en general, es algo que se puede aprender como otro oficio cualquiera, siguiendo unas instrucciones y técnicas definidas, o si la verdadera creación parte de un talento innato e intransferible, un don que no necesita de aprendizajes pues brota de una inspiración espontánea. En otras palabras, ¿se puede aprender a ser un artista? O, más en concreto, ¿qué es un artista?

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Paolo Veronese, Aracne o la dialéctica

Paolo Veronese, Aracne o la dialéctica

La pregunta tiene su importancia porque si optamos por pensar que la capacidad artística es un don innato (un «algo» indefinible) quiere decir que no está al alcance de la mayoría y que por más que todos podamos perfeccionar nuestras habilidades técnicas, algunos toparemos con un límite creativo que no podremos sobrepasar. Una de las últimas vueltas sobre esta milenaria discusión se produjo cuando el respetado escritor Hanif Kureishi, a la sazón profesor de escritura creativa, declaró que (mira tú por dónde) los cursos de escritura creativa son un fraude y que los alumnos mejor harían en dedicar su tiempo a leer pues el arte de la escritura no puede ser enseñado. Y es que en un momento donde tantos escritores consiguen una parte importante de sus ingresos impartiendo talleres, cursos y charlas, y donde internet y la cultura pop han convertido a los consumidores en creadores, la pregunta sobre qué es un artista y cuál es el origen de la inspiración se plantea en términos nunca vistos antes.

El problema de la naturaleza de la inspiración poética, si el poeta nace o se hace, se remonta a los filósofos presocráticos y sobre todo a Platón. Según él, el poeta tendría una naturaleza especial porque estaría poseído por un genio divino, una suerte de locura transitoria (lo que luego los romanos asimilaron como furor poeticus), y mediante revelaciones irracionales actuaría de canal entre las musas y los espectadores. En otras palabras, el poeta estaría más cerca del vidente que del artesano, pues su arte es fruto de la inspiración enajenada y no del cumplimiento justo de ningún requisito técnico o formal. Aristóteles, por el contrario, más interesado en la naturaleza que en la psicología del artista, centra su poética en otros conceptos funcionales como la trama y solo menciona que es el arte poético tiene más que ver con técnicas imitativas de la realidad.

Será Horacio en su influyentísima poética quien condense de forma explícita esta polémica sobre la índole del artista en la dualidad ars/ingenium: ¿es el artista un artífice que aplica estrictamente unas reglas compositivas y se esfuerza por lograr un resultado armonioso?, ¿o es un ser con una inexplicable facilidad natural para la composición? Horacio plantea la dualidad y opta por el equilibrio entre ambas fuerzas: el esfuerzo personal y el don innato se imbrican hasta tal punto que ambos son necesarios para realizar una obra artística. De nada serviría el don natural si no se perfeccionara adquiriendo ciertos conocimientos técnicos y se ajustara a las reglas de lo bello (reglas que por cierto él mismo dicta en su propia poética, acercando así para siempre la labor del escritor y del crítico literario).

En líneas generales, la historia del arte ha asumido el equilibro de Horacio y gravitado entre esa racionalidad de la técnica y la irracionalidad del talento de forma armoniosa hasta hoy en día. Aunque también ha habido espacio para variaciones. Por ejemplo, el concepto de «talento» como habilidad natural para la composición fue relegado durante el Romanticismo por el de «genio», un concepto mucho más extremo y antropocéntrico; el genio está cercano a la furia poética platónica aunque en este caso el origen de la inspiración no se halla en las musas ni en ninguna fuerza divina ajena al poeta, sino en la innata e incontrolable capacidad del propio autor para dejarse llevar por una fuerza que supera los límites de la mente humana y de la naturaleza. Es decir, el genio sería una capacidad para canalizar lo sublime, las fuerzas de la naturaleza y el carácter del pueblo en un arte visionario donde (como Coleridge en Kubla Khan) el poeta sería un canal por el que el arte habla y se materializa.

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Arachne-Gustave_Doré

Aracne de Gustave Doré

Tras el Modernismo, el concepto de genio ha entrado en crisis, en favor de la más democrática idea de que el talento debe combinarse con el esfuerzo y el trabajo, así como la percepción de que un perfecto artista debe tener conocimientos teóricos sobre arte y composición. La crítica literaria ha seguido también el mismo sendero: si el Romanticismo y la primera crítica biográfica e impresionista exploraban la vida del autor, los formalistas y la Nueva Crítica lo abandonaron para centrarse en el texto, mientras que el Nuevo Historicismo, los Estudios Culturales y otras tantas corrientes reflexionaron después sobre los factores externos al texto e incluso, con el Posmodernismo, sobre el propio proceso de comunicación. En resumen, a medida que el arte y, sobre todo, la crítica se iban centrando menos en la vida del autor y más en el propio texto y en el proceso de diálogo con el lector, la creencia de que los artistas tienen un don innato y de que la imaginación es superior a la técnica ha entrado en decadencia. La popularización de cursos, decálogos de escritura, libros de consejos, foros de encuentro para artistas de todo orden… ha contribuido a poner el arte al alcance público, e internet por su parte contribuye a que dichas obras puedan alcanzar una exposición impensable en el viejo orden mundial.

Eso sí, el interés persistente de los medios por las vidas de los escritores, por conocer si sus textos tienen un trasfondo autobiográfico y ahondar en qué sucesos marcaron su crecimiento (ausencia de padres, episodios trágicos, relaciones atormentadas) aún deja entrever que subsiste cierto culto a la persona del escritor como un ser especial, y la idea de que las anomalías vitales o psicológicas pueden contribuir a desarrollar una sensibilidad creativa fuera de lo común y alejada de cualquier cosa que se pueda aprender de forma regulada. Esta sospecha de que el genio transita por caminos a veces diferentes a los del arte reglado también se hace patente en la compleja posición que en nuestros días ocupa por ejemplo el arte naíf (Henry Darger es tal vez el representante por antonomasia), creado fuera de cualquier ámbito académico y de manera absolutamente autodidacta, movido solo por pura fuerza interior. ¿Cómo clasificar esas obras extrañas, no siempre muy logradas según los cánones habituales?

Esta relación conflictiva entre la inspiración y la técnica conforma el corazón de la novela corta a la que estás a punto de acceder, lector. La británica Nina Allan, recogiendo el testigo de generaciones de filósofos y críticos, se preocupa aquí por la cuestión de cómo se forma un artista y cuáles son los riesgos y sacrificios que conlleva el ejercicio del arte.

Y para abordar un problema tan presente en la filosofía griega, Allan hila en Tejedora una versión moderna y personal del mito de Aracne. Según Ovidio, Aracne era una tejedora hija del tintorero Idmón de Colofón, tan conocida por su gran talento para el tejido y el bordado que cometió la osadía de afirmar que su habilidad era superior a la de la diosa Atenea. Dicha diosa, enfadada, adoptó la forma de una anciana para acudir al taller de la joven y retarla a un concurso de tejido. Aracne, aunque tejió un tapiz perfecto se atrevió a representar a los dioses cometiendo infidelidades disfrazados de animales, algo que Atenea no pudo soportar. Aracne, tras comprender su error, trató de ahorcarse, pero Atenea roció la soga con un jugo que convirtió la cuerda en una telaraña y a la joven en la primera araña.

El mito original, por supuesto, se centra en el pecado de la hibris, ese vicio de orgullo personal y resistencia a aceptar el propio destino en que también incurrieron Odiseo o Ícaro. La versión de Allan parte de la misma historia y retoma también el concepto de hibris pero trasplantándolos a una Grecia alternativa y completamente original, donde la tecnología moderna convive con las divinidades mediterráneas. En ese mundo, Tejedora narra la lucha de una artista atrapada entre dos fuerzas en apariencia antagónicas: el ars de la creación racional (la práctica, el esfuerzo personal y la libertad absoluta) y el ingenium de la furia creativa (el artista como vidente canalizador de una inspiración divina y, por tanto, esclavo de su obra). A partir de aquí, en medio de una vibrante y colorida ambientación, la historia se revuelve en torno a una serie de preguntas sobre la condición del artista: ¿es el verdadero arte fruto del esfuerzo o la producción espontánea también puede ser artística?, ¿se puede seguir un conjunto de normas para producir un objeto verdaderamente original?, ¿a qué grado de soledad e incomprensión debe enfrentarse el genio?, etcétera.

Pero como todo buen mito Tejedora es también la historia de un personaje trágico en el más puro sentido del término, ya que la vida de Layla, la Aracne moderna, está señalada desde antes de nacer y su obstinación por apartarse del camino de los dioses solo contribuye a acelerar su destino.

Este prólogo abre Tejedora, una adaptación moderna del mito de Aracne en una Grecia alternativa de la excelente autora Nina Allan.


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